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Familias de Rucaco, Raluya y Mariquina

Las otras víctimas

"Las aves pueden emigrar, pero a diferencia de los cisnes las familias no pueden levantar vuelo de la noche a la mañana con niños y todo lo demás". "Que no nos vengan con cuentos, de un día para otro no poder salir de la casa a ciertas horas debido al mal olor, comenzar con afecciones respiratoria, irritación en los ojos, soportar un incesable dolor de cabeza, despertarse por las noches, escuchar durante horas un ruido ensordecedor, sufrir la muerte de animales y bajas en la producción agrícola, no son cualquier cosa, tampoco coincidencias". Luis Arraigada es categórico en sus dichos. Como no, si vive en Rucaco, a 300 metros del gigante montado por Celulosa Arauco.

Por Verónica Lyon* / Azkintuwe Noticias

Cuando durante el 2004 los habitantes de Valdivia sentían algunos olores molestos y preocupantes, en Rucaco, Raluya, Ciruelos, Estación Mariquina y San José, insomnios, vómitos, dolores de cabeza incesantes, irritación en los ojos y problemas respiratorios antes inexistentes, eran pan de cada día. Los hijos de Luis y los de todos sus vecinos, simplemente no podían jugar fuera de las casas a ciertas horas del día ya que un repugnante olor inundaba las pequeñas calles de tierra en las que antes disfrutaban respirar aire puro.

Las comunidades cercanas a la Planta han pasado de la esperanza al enojo, rabia e impotencia. A fines de los '90 escucharon hablar de progreso y trabajo para sus habitantes, muchos de ellos reconocen no haber sabido qué era una planta de celulosa ni menos aun lo que significaba tenerla como vecina; pero hoy, la mayoría de ellos sin haber ganado un peso con la instalación de ésta, ven como su calidad de vida va cada vez en mayor detrimento. "Decían que iba a dar trabajo a la gente, que San José iba a crecer, pero no poh', sólo ha traído fracaso y enfermedad", afirma Juan Ramírez, carpintero de san José de la Mariquina.

Para Iris Beltrán la situación no es muy diferente: "la celulosa en vez de ayudar ha provocado más daños", ella vive en Estación Mariquina y denuncia el paso de camiones a toda velocidad por la calle de ripio en la que se encuentra su casa, "A mí me quebraron un vidrio, fui a carabineros y nada, (...) no saqué nada, ninguna respuesta (...) a veces los camiones pasan de amanecida, cargados y descargados", agrega.

"Casi todos queremos vender e irnos. Si yo pudiera vender mi casa, yo me voy enseguida de aquí", asegura Ilse Urrutia, también de Mariquina. Cómo pedirle que piense diferente, si días completos no ha podido abrir ventanas y puertas de su casa, el olor le provoca náuseas a ella y a toda su familia. La señora Ilse detesta ver a pocos metros de su casa a trabajadores manipulando carros con ácido sulfúrico, pero lo que más le irrita es "no tener plata ni para reclamar", "a nosotros no nos toman en cuenta, porque somos personas 'chiquititas'", agrega.

Carlos Montuyao también quiere ser escuchado, él fue a reclamar hasta la misma planta, pero "Según ellos -cuenta- los olores no eran tal, los ruidos no eran tal. Nunca han dado la cara.", dice con impotencia y decepción. En algún momento, don Carlos pensó que la juventud de Mariquina tendría la oportunidad de trabajar y que el lugar que lo vio nacer viviría un futuro diferente y próspero, pero ya se convenció: "a todas estas empresas grandes les interesa un cuesco la vida de las comunidades pobres, a ellos les interesa solamente su bolsillo y punto."

La economía doméstica amenazada

La población del sector se caracteriza por poseer una producción agrícola de autoconsumo y abastecimiento de pequeños mercados locales. En estas circunstancias, variables ambientales no pronosticadas, como la contaminación, pueden afectar seriamente la economía del hogar.

A mediados de 2004, pasados algunos meses de la puesta en marcha de la famosa planta, vecinos de diferentes sectores comenzaron a constatar la muerte de aves de corral. A Mercedes Astudillo, habitante de Rucaco, nunca antes le había sucedido, pero sus gallinas de pronto amanecieron muertas. Para ella es extraño, más aun si sabe que a su vecina le sucedió lo mismo. En Pufudi, algo similar le ocurrió al matrimonio Mayorga Filgueira, "siempre hemos criado aves, pero extrañamente se nos han muerto algunas en el último tiempo. Allí a la vueltecita fueron a bañarse y tomar agua al río y se empezaron a morir de a poco (.) también se nos murieron tres corderos, incluso los chanchos, de 12 cerditos que nacieron, murieron 10.". Por su parte, Vladimir León, vecino de Tralcao, comenta: "He notado que los animales no entran en celo y he visto en el río garzas y taguas muertas".

Como no apuntar con el dedo a un delincuente que ha procurado infringir la ley una y otra vez en el último año, psicosis colectiva dirán algunos, pero ¿Qué más esperar cuando una serie de fenómenos, antes inexistente, afectan la cotidianeidad de comunidades acostumbradas a vivir la pasividad de la vida rural?, más aun si sabemos científicamente que estas anomalías pueden ser consecuencias directas de las emisiones tóxicas de una planta de celulosa.

Según expertos, problemas en la crianza de animales pueden estar íntimamente ligados a la liberación de dioxinas por parte de la industria. Éstas reducen el éxito reproductivo en los animales al provocar nacimientos de bajo peso, camadas más pequeñas y abortos prematuros por alteraciones en el proceso de formación del embrión. También pueden generar una baja en la creación de espermatozoides e incluso la feminización de las especies. Además, alteraciones hepáticas de tipo degenerativo, alteraciones neurológicas de tipo sensorial y alteraciones en Sistema Nervioso Central que se traducen en impotencia sexual, lasitud, debilidad y pérdida de la libido, son también consecuencias de la presencia de dioxinas en el organismo, así afirman diferentes informes de la Organización Mundial de la Salud.

David Tranaman dirigente vecinal mapuche del sector Raluya, cuenta que "los cerezos de su sector solían estar cargados, ya este año no dieron más, desde que se instaló la Celulosa no crecieron más esas plantas, la hoja como que se quema, estos parecen que se van a secar: cerezos nuevos, plantas nuevas".

Está claro, los habitantes de las comunidades cercanas están aburridos, decepcionados, cansados, enojados. Se sienten abandonados por las autoridades, algunos no logran comprender que los responsables de que las cosas funcionen en este país, se preocupen más de un par de cisnes que de la vida de cientos de personas que no pueden volar lejos en busca de otras oportunidades y un medio ambiente limpio para crecer y vivir.

La historia está recién comenzando y muchos de ellos no aguantarán quedarse de brazos cruzados presenciando como el poder económico, una y otra vez hace de las suyas sin que nadie diga nada.

Raluya, zona de contaminación

Por Víctor Godoi

Raluya, es una comunidad a unos 60 kilómetros de Valdivia en Chile. En algunos de los predios se cultiva trigo, papas, árboles frutales, flores, etc. Por sus terrenos se mueve la fauna local y los animales domésticos. En algunos casos uno se encuentra con plantaciones de pino o eucaliptos, algunas forestales de hecho han comprado terrenos en los altos de Raluya, quizás pensando en el creciente mercado que entre otras cosas trajo hasta muy cerca de aquí a una Planta de Celulosa. Pero ante todo, Raluya cautiva porque su gente reúne muchos de los atributos que solemos extrañar en las grandes urbes.

Es una población pacífica, que gusta de la vida en común, que tiene una Junta de Vecinos, un Club Deportivo, una Comunidad Mapuche, la Comunidad Católica, el Comité de Productores de Papa y la Comunidad Evangélica. Los nombres se repiten en las organizaciones, las 100 personas que viven allí se conocen desde siempre y aceptan al que llega con una mirada de respeto y buena voluntad. Raluya es un lugar hermoso para conocer.

Tres kilómetros en dirección a Valdivia, la imagen cambia. Hay una mole que asemeja una ciudad más que una comunidad. Allí pasan a diario cientos o miles de personas. Pasan, porque no se quedan. Pasan en sus turnos, de ocho horas, cada uno. Mientras unos entran otros salen, mientras un gerente se sienta para un café, el otro camina pensando en qué hacer para que esta marcha continúe. Afuera el sonido no es natural, se suceden pitos, voces de mando y un constante rumor de turbina. El olor tampoco parece ser de bosques o riachuelos, es una especie de humedad que se puede oler, oír, sentir, o sea, casi todos los sentidos lo perciben...

Esa acumulación de cambios, de cosas perfectamente perceptibles, pero no propias, es tan extraña para este mundo que desde otros lugares se ha comenzado a preguntar ¿qué pasa allí? ¿No era este un modelo de país? Otros han marchado, han pintado carteles, han visitado la barrera de la planta sin invitación y han gritado que ¡paren la celulosa!

Entonces ciertos dignatarios han pedido un respiro. Nadie sabe si el respiro que mantiene en silencio a la mole se acabará en un segundo, o si ya se acabó, o si no se acabará nunca, y ya no habrán ruidos ni olores, ni imágenes, ni un sabor agrio en la boca, y ni siquiera tendremos que llegar al tacto nunca, porque no alcanzó a tocarnos.

Bueno, no todos opinan lo mismo. Dicen por estos campos que quien más tocado se sintió fue un caballero de barba que ejercía la medicina en la comuna de San José de la Mariquina. Se sintió tocado porque vio a otros tocados por nuevas dolencias, en salas de espera recurrentes, sin previsión, a medio camino de los kilómetros a píe que lo separaban de algunos medicamentos puestos en sus manos a punta de buena voluntad. Ya hablarán los analistas si esto es salud, o si es salud pública o qué es, aquí una vecina le llama buena voluntad.

La voz se le corta, todos hacemos silencio para escuchar que ha tenido que inhalarse tres veces para llegar a la reunión desde su casa cercana. Aunque ahora no sabe quien le entregará medicamentos, porque el doctor ha muerto, el último día del año en que el asma recorrió estos caminos como no se le había tocido antes.

Cuántos otros se han sentido tocados, cuantos otros testimonios de caminos vecinales, de conversación entre portones no se conocen aún. Todo esto parece estar comenzando. Recién estamos entendiendo que los sentidos se apagan de a poco porque hasta las narices se acostumbran. Sin embargo, hay momentos críticos que son más altos que cualquier chimenea, porque suceden entre las personas, sentadas en pequeñas bancas de madera, conversando y contando para que otros escuchen antes que vuelva a pasar / Azkintuwe

* Ambos autores forman parte del Proyecto de Información www.raluya.org

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